En Andalucía, en viaje a la memoria heredada

(Artículo publicado en The New York Times, por Doreen Carvajal)

Arcos de la Frontera, España

Todavía me pregunto como llegué a vivir en un antiguo burdel medieval al filo de un risco de piedra caliza en la frontera sur de España.

Corría el año 2008 y la gran crisis económica de Andalucía recién comenzaba. La ansiedad se extendía como la Plaga, pero desde la azotea de mi apartamento en aquel viejo pueblito blanco yo retrocedía en el tiempo.

El resto del mundo se preocupaba por pagos y deudas, la caída del valor de las propiedades, la baja en el turismo, el desempleo y el futuro inmediato. Yo, en cambio, me refugiaba en mi búsqueda con la esperanza de cimentar mi identidad recuperando historias y recuerdos ancestrales, pistas genéticas que habían sido fielmente transmitidas por generaciones en mi familia, los Carvajal.

Habían dejado España siglos atrás, en tiempos de la Inquisición. Eso era todo lo que yo sabía. Fuimos criados y educados como católicos en Costa Rica y California, pero con el correr de los años fui reuniendo fastidiosas pistas de una identidad familiar clandestina: éramos descendientes de judíos sefaradíes que se habían convertido al cristianismo, también conocidos como conversos, marranos o simplemente "Anusim" (término hebreo para los convertidos por la fuerza).

No sabía si mi familia guardaba relación alguna con ese pueblito, pero viviendo en ese laberinto de calles adoquinadas esperaba entender los miedos que habían dado forma a la vida secreta de mis ancestros.

La Historia aun vive en ese barrio antiguo, donde la Inquisición hacía sus juicios e impartía castigos, y cada vecino espiaba al otro denunciando con toda diligencia al herético (cristianos conversos que en secreto seguían practicando el judaísmo). El antiguo barrio judío de casitas blancas y calles empinadas aun resiste el paso del tiempo, aunque ningún cartel o leyenda lo destaca del resto. Quería entender por qué mi familia había conservado en secreto su identidad durante tantas generaciones con tanto recelo y temor. Cuando mi tía falleció unos años atrás dejó instrucciones expresas prohibiendo que un cura presidiera su funeral. Lo mismo hizo mi abuela.

Existen estudios científicos que exploran hasta qué punto la historia de nuestros antepasados es parte nuestra, heredada de formas inesperadas a través de complejas redes químicas en nuestras células que controlan los genes encendiéndolos o apagándolos. En el corazón de este campo de la ciencia llamado Epigenética, se encuentra la creencia de que los genes tienen memoria y que las vidas de nuestros ancestros (lo que ellos hicieron, vieron, e incluso lo que comieron durante sus vidas) pueden afectarnos décadas más tarde en forma directa.

Algunos estudios recientes realizados en Suecia analizan los efectos y consecuencias de las hambrunas y de los períodos de abundancia en la salud de cuatro generaciones posteriores. No es eso exactamente lo que busco: a mí me mueve la intriga de creer que de generación en generación se transmiten una suerte de habilidades para la supervivencia social y una forma subconsciente de identidad latente que resiste el paso de los siglos.

La psicóloga francesa Anne Ancelin Schützenberger, ya en sus noventa años, ha dedicado décadas al estudio de lo que ella llama "síndrome ancestral". Básicamente plantea que somos simples eslabones en una cadena de generaciones, afectados sin darnos cuenta por sus sufrimientos o fracasos hasta que reconocemos y aceptamos ese pasado.

En la década de 1990, Dina Wardi, una psicoterapeuta de Jerusalem, realizó trabajos con hijos de sobrevivientes del Holocausto y desarrolló la teoría de que los padres sobrevivientes con frecuencia elegían a uno de sus hijos y lo designaban como una "vela conmemorativa" que tenía la misión de servir como vínculo preservando el pasado y conectándolo con el futuro. Descubrió también que los hijos de aquellos sobrevivientes que habían luchado activamente contra el régimen Nazi poseían una ambición compulsiva de lograr cosas y realizarse en su vida.

Algo similar sucedía entre los Anusim, los conversos forzados. Normalmente las ancianas de la familia eran las encargadas de transmitir los secretos de la identidad familiar a algunos de los más jóvenes miembros de la familia. En mi caso, la historiadora familiar era mi tía abuela Luz. Viví con ella durante un verano en su casa de San José, Costa Rica, pero nunca me confió ningún secreto sobre el pasado y por desgracia no era yo tan curioso en ese momento como para preguntarle al respecto.

Pero hace poco tiempo mi prima Rosie me contó que se había propuesto la misión de preguntarle a la tía Luz sobre el tema y, para garantizar que la integridad de sus secretos no se perdiera grabó la conversación con un pequeño grabador oculto.

"Luz me dijo que nuestra familia vino de España", me contó Rosie. "Me preguntó: ¿Te dijo tu madre alguna vez que somos Sefaradíes?". Por supuesto cuando Rosie le preguntó a su madre, ella no quiso hablar del tema.

Mi fantasía era, por supuesto, que de alguna manera lograría descubrir todos esos antiguos recuerdos. Hace poco tiempo trabé relación con otro Carvajal, en España. Un actor que recuerda que a pesar de haber sido criado como católico siempre había insistido (incluso a su propia madre) que él era judío. Según recuerda, comenzó a sentir eso a los seis años de edad.

En el videojuego Assassin's Creed la ficción ofrece una pronta respuesta a este tipo de acertijos: el jugador puede "enchufarse" a la memoria genética del personaje y compartir vívidos recuerdos de la antigua Jerusalem y de Italia en pleno Renacimiento.

La realidad es aún más extraña. El Doctor Darold A. Treffert, un psiquiatra de Wisconsin, mantiene un registro de unos trescientos savants, personas que a consecuencia de una lesión cerebral o alguna forma de demencia o trastorno adquieren sin explicación conocimientos y habilidades que jamás aprendieron. Treffert sostiene que dichas habilidades (como una extraordinaria habilidad para la música, conocimientos profundos de matemática compleja, aptitudes especialísimas en las artes o cálculo de fechas) se encontraban almacenadas en sus cerebros, profundamente enterradas y latentes. Lo llama memoria genética o "software de fábrica", un gigantesco depósito de conocimientos dormidos que pueden salir a la luz cuando un cerebro dañado reconstruye sus conexiones en un esfuerzo por recuperarse.

¿Cómo es posible ésto? Según el Dr. Treffert, la única forma racionalmente aceptable de que tales conocimientos estén en dichos cerebros es que hayan llegado por transmisión genética.

"En el reino animal, aceptamos sin la menor duda que los patrones migratorios de los pájaros son innatos, ya que jamás tienen la oportunidad de aprenderlos. La mariposa Monarca por ejemplo hace un viaje de Canadá a México, de hecho a un diminuto bosque en un lugar exacto y determinado de México, que le lleva tres generaciones completar."

Cuando pienso en lo que me motivó a mí a "volver" a España, pienso en el vuelo de esas mariposas. De España salieron mis ancestros, más precisamente de la bahía de Cádiz, muy probablemente con alguna de las primeras exploraciones españolas que sabían nutrirse de judíos conversos para engrosar sus filas.

En la carpeta de cuero rojo que utilizo para guardar mis papeles y tarjetas de negocios, siempre llevo una foto de la antigua cárcel de la Inquisición de Arcos de la Frontera. La primera vez que visité el pueblo sentí una imperiosa necesidad de quedarme y explorarlo. La foto muestra una puerta de madera astillada, un patio de adoquines y una parte de un edificio con una luminaria y un cartel que reza "leal". Sobre ella escribí una frase de T.S. Elliot: "Y el fin de nuestra búsqueda toda será volver al comienzo y conocer el lugar por vez primera".

Mucho tiempo después de mi viaje a Arcos de la Frontera, que está rodeado en parte por el Guadalete (que debe su nombre al río que en la mitología griega encarna el olvido) descubrí que la tía Luz solía soñar con Andalucía. Ya es muy tarde para preguntarle nada, murió en 1998, pero aún me persigue el saber que ella le contó a otra prima, en Costa Rica, sobre sus frecuentes sueños con un río que desemboca en la bahía desde la cual Colón partió en su primer viaje a América.

Y es que sólo puede tratarse del bosque de nuestras mariposas: el verde río del olvido, el Guadalete.

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