El fanatismo en el deporte, o cómo el fútbol se convirtió en el nuevo opio del pueblo

Por Carlos L. Asensio

A pesar de la crisis económica, el deporte sigue congregando a multitud de seguidores apasionados, con el fútbol como máximo estandarte del fanatismo desconsiderado

En nuestros días, el deporte televisado–especialmente el fútbol–, lejos de ser un pasatiempo ligero, divertido y poco comprometido, se ha convertido en la mayoría de casos en una variable más de fractura social, al nivel de otras tan relevantes como la ideología o la religión. Multitudes enfurecidas e inequívocamente alineadas con sus equipos salen a enfrentarse con sus opuestos, con la única idea en mente de defender a un ente abstracto que ni siquiera posee una personalidad definida. Pero si nos detenemos durante unos minutos a reflexionar sobre este hecho… ¿qué nos aporta el fútbol televisivo a cada uno de nosotros, como seres pensantes individuales?

Es evidente que, tomado en dosis moderadas, y considerado como una actividad de ocio más, cualquier deporte supone una distracción interesante y completa, sobre todo si se practica personalmente y no limitándonos a contemplarlo desde una pantalla de televisión. El problema del fanatismo llega cuando se atraviesa la fina línea que separa el sano divertimento de la obsesión insana. Cuando se deja de disfrutar con el fútbol, y se comienza a vivir por él.

Siguiendo con la cuestión planteada, practicar o ser seguidor de un determinado deporte es una actividad de ocio útil, poco complicada, y que puede traer enormes satisfacciones a una persona. En este sentido, ser hincha de un club de fútbol, seguir de forma intensa todos los encuentros de una determinada formación, o vivir las alegrías y tristezas de un equipo como propias no es, en principio, algo negativo. Ocurre con la música, el cine, la televisión o la literatura, y en estos campos no suele parecernos tan reprochable. El problema es el grado de apasionamiento e implicación en una actividad ajena.

El negocio detrás de la fachada

Sin necesidad de estrujarnos demasiado el cerebro, todos sabemos que casi cualquier actividad de ocio en la actualidad forma parte de un entramado económico mayor que extrae un enorme beneficio de nuestras aficiones. Incluso actividades consideradas puramente creativas o culturales –por ejemplo, visitar una exposición de pintura, o leer un libro– están sustentadas en su base por elementos de tipo económico y productivo. El ocio, como actividad contrapuesta al trabajo y equivalente al tiempo libre, casi siempre tiene un coste económico, ya sea jugar al baloncesto en un equipo, o aprender a tallar madera.

El problema surge cuando la propia actividad tiene más de negocio que de puro divertimento. Y en este tema, el fútbol es el astro rey. Dejando de lado a la gente que lo practica de forma habitual o periódica, y que disfruta del mismo como actividad deportiva y no sólo admirándolo desde el bar de turno, el fútbol es a día de hoy un lucrativo negocio que mueve millones de euros y genera miles de puestos de trabajo. Por tanto, y visto desde una perspectiva fría y distanciada, partirse la cara por un equipo de fútbol equivaldría a partirse la cara por defender las bondades, por ejemplo, de un determinado champú. El primero te aporta diversión y entretenimiento a un precio razonable, el segundo, un pelo brillante y lustroso por una cantidad estipulada.

¿Es este símil exagerado? Pues no, ya que ambas son empresas privadas que suministran productos y servicios previo pago de un precio, que generan grandes cantidades de dinero y empleo, y que, en principio –y ésta es la base de toda empresa privada– no te dan nada si a cambio ellos no reciben una contraprestación mucho mayor. Es el caso del deporte: ver un partido de fútbol por televisión puede resultar gratuito, pero la venta de este servicio a las televisiones es enormemente beneficioso para la industria del fútbol, así como la venta de entradas para ver los partidos en directo, la publicidad asociada a los clubes, o la mercadotecnia de cada equipo.

Continuando con esta comparación, nadie vería lógico hacerse fan de un champú, y alabarlo hasta el extremo de pelearse por defenderlo. Pero en términos estrictamente técnicos, la defensa a ultranza del fútbol supone algo parecido. La única y remarcable diferencia entre ambos “productos” –y esto es lo más interesante de todo–, es el éxito que ha tenido esta actividad deportiva en crear una cultura a su alrededor capaz de arrastrar a millones de seguidores.

La cultura del deporte

Esta cultura, que mueve aún más dinero, y que es la realmente responsable de la obcecación de algunas personas, es uno de los inventos económicamente más exitosos del mundo. Porque aunque es cierto que todas las empresas privadas con cierta relevancia intentan crear una determinada cultura a su alrededor –marcas de ropa, canales de televisión, industrias musicales–, el fútbol es uno de los que lo han conseguido con mayor eficacia. El éxito del invento es tal que la mayoría de la gente no duda en comparar este deporte con la literatura, la cinematografía o la pintura, como un arte al mismo nivel.

Por tanto, al convertir el fútbol en un arte mayor, todas las empresas privadas que viven de alguna forma del mismo han encontrado la gallina de los huevos de oro, o al mismísimo rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba. Vestido de actividad no sólo deportiva, sino cultural y social, este deporte ha llenado un hueco en la sociedad que antes era ocupado por agentes tan relevantes como la religión o la política. Quizás mucha gente ya no vaya a la iglesia, o ya no crea en el líder político de turno, pero siempre le quedará el fútbol como generador de ídolos y gran distractor del reino.

Llegados a este punto, mucha gente puede pensar “Pero esto mismo… ¿no ocurre con todas las empresas privadas y con la mayoría de servicios de ocio (cine, televisión, música…)?”. La respuesta es sí. Por tanto, la solución no es dejar definitivamente de lado el fútbol televisado para centrarse en otras diversiones (aunque nunca está de más realizar actividades de ocio con mayor peso cultural, donde se aprenda algo, o donde se estimulen nuestras habilidades mentales o físicas) sino en tomárselo como lo que es: puro ocio para nosotros, puro negocio para los que lo producen.

Se trataría, simplemente, de divertirse de una forma sana, sin olvidar nunca la idea de que no ganamos nada implicándonos hasta las entrañas en una actividad privada que genera dinero, pero no para nosotros. Como la religión y la política, al fin y al cabo.

Una cuestión de enfoque

Me parece que artículo carece de un enfoque psicológico y sociológico. Las "multitudes enfurecidas" suelen ser sólo una parte de los aficionados concurrentes a un espectáculo. Ante una circunstancia extrema o inusual como una victoria o una derrota trascendentes, algunos individuos reaccionan desmedidamente, acaudillando a otros que buscan manifestar su euforia y desahogo. Al perderse el límite y no ser castigados, sólo queda la barbarie.
Esto no es parte del negocio del fútbol. Es una consecuencia directa de la falta de control oficial sobre las agrupaciones cuasi mafiosas de aficionados. Suelen ser personas con graves problemas de inclusión social. Personas vinculadas al narcotráfico, a delincuentes peligrosos. Se ocultan detrás de instituciones deportivas, lo que no quita que se manifiesten en ámbitos como asociaciones civiles. Casos como grupos de inmigrantes, determinados grupos religiosos, habitantes de un sector de viviendas.
El fenómeno pasa por analizar cómo una persona encuentra en un grupo lo que le falta de identidad propia. No pueden tomar decisiones sino que asume las que toma un líder en su nombre. No cuestionan ni razonan sino como parte de un grupo con el cual se sienten identificados, necesitan ser parte del grupo. Con una buena contención social podrían evitarse estas agrupaciones, enjuiciando a los líderes y castigando a los responsables, pero principalmente desacreditando públicamente a los delincuentes para evitar que consigan asociados y seguidores.

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