La corrupción, o cómo ver la paja en el ojo ajeno

Por Carlos L. Asensio

En el mundo, los crecientes casos de corrupción política dilapidan cada día innumerables posibilidades de crecimiento de países tan dispares como Argentina, España o China

CACIQUISMO, clientelismo, financiación ilícita de partidos políticos, cobro de comisiones por funcionarios públicos, adjudicación fraudulenta de obras del Estado, evasión de impuestos. La corrupción política toma incontables formas y sus entramados suelen extenderse hasta más lejos de donde nos alcanza la vista. A veces se trata de procesos increíblemente someros y poco elaborados, pero en muchos casos nos hallamos ante redes perversamente hiladas en las que incontables actores institucionales toman parte.

Por desgracia para todos, la corrupción suele ser vista como algo enormemente negativo y reprochable cuando es contemplada desde fuera –podría ser el caso del político de turno que acaba de ser detenido por prácticas corruptas y lo vemos declarar su inocencia a todo color en televisión–, pero es tolerada e incluso bien apreciada cuando uno la encuentra dentro de su profesión o de su cotidianeidad. Para dejarlo más claro: si cualquier persona se pone por un momento en el papel de un cargo político y se imagina ante una situación ilícita, en la que de forma simple, rápida y en principio poco comprometida se puede apropiar de una buena cantidad de dinero… ¿no lo haría también?

Ser corrupto, en una sociedad y un sistema político generalmente viciados y dominados por partidos fuertemente institucionalizados, es la salida fácil. Uno no tiene que hacer nada para dejarse llevar por la corriente de ilegalidad y saqueo a los caudales públicos. En cambio, ser honesto, intentar nadar a la contra, y cumplir con unas mínimas expectativas depositadas por los electores es difícil y poco agradecido, y para algunos personajes, demostradamente imposible (otro día hablaremos sobre el fraude que suponen las promesas electorales).

La paradoja es tal, que desde casa reclamamos una mayor transparencia, un manejo de los fondos públicos más vigilado, y un mayor poder de la sociedad de a pie para decidir qué hacer con ese dinero y cómo gestionarlo…pero sin embargo, hasta el concejal del pueblo más pequeño y remoto suele sucumbir cuando el compañero de al lado le propone, por ejemplo, mentir en las dietas de desplazamiento para cobrar más dinero, u otorgar una determinada obra pública a su primo el que tiene una empresa de construcción familiar, comisión mediante.

¿Y cuál es la solución a tal contradicción?

LO cierto es que la corrupción, y ya no sólo la política, se nutre de mentes privilegiadas que elaboran intrincadas tramas donde cada persona cumple con un papel determinante. Pero no es menos cierto también que se alimenta de actos diarios y simples, no necesariamente calculados por los grandes pensadores del siglo XXI: para aceptar un pequeño soborno, falsificar un dato personal para obtener una ventaja o dejarse agasajar con regalos a cambio de favores de cualquier tipo no hace falta un alto cociente intelectual, y moralmente genera pocos rompecabezas, puesto que tendemos a pensar que “sería de tontos no hacerlo” o que “todo el mundo lo haría” de estar en nuestra situación.

Y con esto llegamos al mayor problema: el de pensar que ser honesto en política es sinónimo de estupidez o de estar perdiendo un valioso dinero adquirible de forma impune. Un dinero que, pensamos, en caso de no aceptarlo, va a ir a parar a manos de otra persona más avispada y con menos escrúpulos. Esa es la clave: nadie quiere ser el “estúpido”, el “diferente”, el que prefiere renunciar a un dinero extra fácilmente embolsable por una cuestión de principios.

Acabar con estos pequeños gestos, acrecentar la intolerancia hasta en el más leve signo corrupto, supondría un buen principio para combatir esta lacra. Porque… ¿con qué objetividad uno puede descalificar y odiar a un político que se ha embolsado millones, cuando en su día a día, aunque en una escala infinitamente menor, permite actos de similar calado? ¿Es que acaso el hecho de sustraer una cantidad menor al Estado justifica moralmente el acto de robar?

Comenzar eliminando la tolerancia hacia estos gestos tan habituales supondría detener el proceso de la corrupción desde su estrato más bajo, pero no sería de ningún modo suficiente. Una mayor transparencia y rigor en el uso de los caudales públicos también se hace imprescindible, a todas las escalas y niveles. Un mayor control y rendimiento de cuentas por parte de los cargos públicos también debería ser de recibo. Y perder el miedo a denunciar este tipo de prácticas en nuestro entorno es, definitivamente, un ejercicio más que necesario, un hábito con increíbles resultados que deberíamos comenzar a copiar de otros países más transparentes y menos corruptos, como los escandinavos.

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