Artículo 160 del Código Civil y Comercial comentado

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ARTICULO 160.- Responsabilidad de los administradores.

Los administradores responden en forma ilimitada y solidaria frente a la persona jurídica, sus miembros y terceros, por los daños causados por su culpa en el ejercicio o con ocasión de sus funciones, por acción u omisión.

(CODIGO CIVIL Y COMERCIAL DE LA NACION – LIBRO PRIMERO. PARTE GENERAL. TÍTULO II. Persona jurídica. CAPÍTULO 1. Parte general. SECCIÓN 3ª Persona jurídica privada Parágrafo 2° Funcionamiento).

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1. Introducción*

Es paradójico que siendo los administradores órganos de la sociedad, resulten responsables de sus actos funcionales.

En efecto, por la teoría del órgano, lo lógico es que los actos ejecutados por aquellos se imputen directamente a la persona jurídica.

Sin embargo, como bien explica la doctrina, la teoría orgánica no descarta la responsabilidad personal de los directivos frente a la sociedad, sus socios o terceros.

El elemento psicológico que la persona física aporta al órgano de la sociedad que integra constituye el fundamento de la responsabilidad personal de los administradores por los comportamientos dañinos de su actuación funcional.

A todo evento, podrá verificarse una responsabilidad coexistente entre integrantes del órgano de administración y la sociedad administrada.

De esta manera, la naturaleza de la relación entre la sociedad y el administrador permite comprender la naturaleza de la responsabilidad de los administradores.

2. Interpretación

En la presente norma del CCyC se consagran los lineamientos esenciales de la responsabilidad de los administradores —como órgano del ente social— por el daño que injustamente causen en su desempeño a la persona jurídica, sus miembros y a los terceros.

A tal efecto, se deben verificar todos y cada uno de los presupuestos del deber de reparar, según la teoría general del derecho de daños:

a. autoría: el daño debe haber sido causado por acción u omisión del o de los administradores.

Es decir, para que sea responsable un administrador es necesario que su acción u omisión hayan provocado el daño, en tanto este no se habría producido si aquel no hubiera actuado como lo hizo, o por el contrario, hubiese actuado en vez de haber omitido la conducta debida.

Aunque parezca obvio, por los actos dañosos de los administradores no existe una responsabilidad del órgano de administración que integran.

Este carece de personalidad jurídica, no es un sujeto de derecho, por tanto no es factible que le sea atribuible algún tipo de responsabilidad como tal.

Así las cosas, mal puede ser autor de un daño la “comisión directiva” de la asociación civil (obviamente que sí lo serán sus “miembros”);

b. antijuridicidad: proviene de la actuación del administrador contraria a la ley, al estatuto, al reglamento o a las decisiones del órgano de gobierno que causan un daño a otro, si no está justificada;

c. factor de atribuciónsubjetivo: la culpa.

Como se trata —fundamentalmente— de una actividad reglada por el estatuto, la culpa del administrador se configurará normalmente como consecuencia de la inobservancia de las diligencias prescriptas por la ley o el estatuto para la actividad reglada desplegada —administración del ente social—, lo que configura uno de los rostros de la culpa: inobservancia de los reglamentos o deberes a su cargo (“impericia en la profesión”; arg. art. 1724 CCyC; y art. 84 CP).

En este sentido, recordemos que la inobservancia de los reglamentos o deberes a cargo del administrador consiste en no observar las diligencias prescriptas por las normas jurídicas para una actividad reglada; y, por ello, es fácil confundir esta forma de la culpa con la antijuridicidad pues dicho “rostro de la culpa” se configura por no observar una diligencia que el orden jurídico impone (en nuestro caso, el marco normativo lo impone el estatuto y la ley);

d. relación de causalidad: es necesario que —según el curso natural y ordinario de las cosas— exista cierta vinculación entre la conducta del administrador y el daño.

En otras palabras, hay que acreditar que la acción u omisión del administrador aparece como causa adecuada del daño según las reglas de la experiencia y razonables criterios de probabilidad y habitualidad (art. 1726 CCyC).

e. daño: la conducta del administrador debe haber lesionado un derecho o un interés no reprobado por el ordenamiento jurídico, que tenga por objeto la persona, el patrimonio o un derecho de incidencia colectiva (arg. art. 1737 CCyC).

El daño, para responsabilizar a los administradores como administradores y ante la persona jurídica, sus miembros o terceros, debe haber sido causado en ejercicio o en ocasión de sus funciones:

• ejercicio de la función:implica el desarrollo de los actos previstos en el estatuto;

• ocasión de la función:debe existir una relación “razonable” —causalidad directa e inequívoca— entre las funciones y el daño.

No hay responsabilidad si la función de quien dirige y/o administra solo ha facilitado el hecho dañoso pero no resulta indispensable para su comisión.

Solo hay responsabilidad si el hecho dañoso no hubiera podido realizarse de ninguna forma, de no mediar la función.

2.1. Contornos de la obligación de indemnizar de los administradores

El art. 160 CCyC concluye que los administradores, si componen un órgano plural, responden en forma solidaria ante la víctima y, además, ilimitadamente, es decir, con todo su patrimonio.

2.2. La situación en el CC

Sin perjuicio de lo expuesto, bueno es recordar que, para el CC, la responsabilidad de los administradores era analizada desde una óptica diferente.

No se la explicaba tanto desde la teoría del órgano cuanto desde la tesis del mandato.

Sin embargo, la doctrina, con posterioridad —tal como lo indicamos en el comentario al art. 159 CCyC— fue fundamentando dicha responsabilidad también a la luz de la teoría del órgano.

Así las cosas, para Vélez Sarsfield se debían invocar dos normas a estos efectos:

• Art. 36: “Se reputan actos de las personas jurídicas los de sus representantes legales, siempre que no excedan los límites de su ministerio.

En lo que excedieren, sólo producirán efecto respecto de los mandatarios”.

• Art. 37: “Si los poderes de los mandatarios no hubiesen sido expresamente designados en los respectivos estatutos, o en los instrumentos que los autoricen, la validez de los actos será regida por las reglas del mandato”.

Por lo tanto, si los poderes de los mandatarios no hubiesen sido expresamente designados en los respectivos estatutos, o en los instrumentos que los autoricen, la teoría del mandato nos decía que el acto era nulo y que existía, además, una acción contra el representante, siempre que el tercero “desconociera la extensión de los poderes” (arts. 1931, 1935, 1936 y concs. CC).

2.3. Administración societaria

Desde otro punto de vista, tratándose de una sociedad “comercial”, (hoy Ley general de Sociedades 19.550, conforme la nueva terminología) el régimen de representación está reglado en el art. 58 de dicha ley —según las pautas que se exponen a continuación—, que sirven también de marco normativo para el resto de las personas jurídicas, a fin de determinar cuándo el administrador desorbita su actuación.

a. el administrador o el representante que de acuerdo con el contrato o por disposición de la ley tenga la representación de la sociedad, obliga a esta por todos los actos que no sean notoriamente extraños al objeto social;

b. este régimen se aplica aun en infracción de la organización plural, si se tratare de obligaciones contraídas mediante títulos valores, por contratos entre ausentes, de adhesión o concluidos mediante formularios, salvo cuando el tercero tuviere conocimiento efectivo de que el acto se celebra en infracción de la representación plural;

c. estas facultades legales de los administradores o representantes respecto de los terceros no afectan la validez interna de las restricciones contractuales y la responsabilidad por su infracción.

2.4. Responsabilidad de los administradores societarios

El art. 59 de la Ley general de Sociedades 19.550 regula la responsabilidad del administrador y la diligencia que el mismo debe observar, prescribiendo que: “Los administradores y los representantes de la sociedad deben obrar con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios.

Los que faltaren a sus obligaciones son responsables, ilimitada y solidariamente, por los daños y perjuicios que resultaren de su acción u omisión”.

Como podemos apreciar, para el ámbito societario, la actuación diligente del administrador es más exigente, desde que debe hacerlo como “buen hombre de negocios”, cartabón o parámetro que no menciona el art. 160 CCyC y que, como veremos, tiene sus consecuencias jurídicas.

El “buen hombre de negocios”, recordemos, supone que el deber de previsibilidad del administrador social se ve agravado por los conocimientos especiales que se requieren —y que se supone tiene— para su desempeño como tal.

Es razonable apreciar, objetivamente, que el sujeto “profesional” está —o debe estar— dotado de conocimientos especiales que le hacen prever lo que el hombre medio no puede anticipar mentalmente.

Estamos en presencia de un “hombre de negocios” que —se supone— sabe y conoce lo que hace y ello lo dota de una mayor previsibilidad objetiva de las consecuencias posibles de su actuar.

Por ello, las consecuencias que puede —o debe prever— el “experto” (por ejemplo, un administrador societario) no necesariamente son previsibles —ni deben serlo— para el ”profano” (por ejemplo, un socio).

Esta idea conduce a la siguiente conclusión: es mayor la responsabilidad del administrador societario —que debe actuar como buen hombre de negocios— que la del administrador de cualquier otra persona jurídica —que no tiene ese parámetro de actuación—por cuanto deberá hacerse cargo de aquellas consecuencias dañosas de su obrar que —por sus conocimientos especiales (rectius: su profesionalidad)— debió prever, aunque en el caso concreto no las haya previsto y aunque alguien que no sea profesional, o propiamente administrador no societario, no tuviese el deber de preverlas (arg. art. 1725 CCyC y art. 902 CC).

Lo expuesto anteriormente no importa desentenderse de las particulares circunstancias de persona, tiempo y lugar que han contextualizado la actuación del administrador (societario o no), para concluir si este último fue o no diligente (arg. art. 512 CC y art. 1724 CCyC).

Sin embargo, el aserto de los párrafos anteriores no implica que los administradores de personas jurídicas no societarias serán juzgados a la luz del parámetro del “buen padre de familia”.

Este último administra su “hogar” y una “economía doméstica”, sin los riesgos del tráfico negocial, mientras que aquel administra un sujeto de derecho distinto, con patrimonio propio, que actúa en el mercado y que no se compara con una familia.

En suma, los administradores de las personas jurídicas no societarias no tienen como parámetro de actuación al “buen hombre de negocios” —propio de los administradores societarios pero tampoco al “buen padre de familia”: constituyen un punto intermedio que les exige prever aquellas consecuencias que deben ser previstas por quien administra un patrimonio ajeno (el de la entidad) en el tráfico negocial, aunque sin la profesionalidad del administrador societario, a quien se le exige coordinar los factores de la producción de manera ordenada, en un mercado de riesgo agravado, que implica capacidad técnica, experiencia y conocimientos especiales propios del tráfico mercantil.

En suma, lleva razón dobson cuando afirma que “... la diligencia requerida a un administrador es una diligencia que se adecua al tiempo y lugar, y si bien se le puede reclamar éxito en su gestión, jurídicamente el éxito o fracaso no es un parámetro de conducta; por el contrario, al director se le exige coordinar los factores de la producción de manera ordenada; el beneficio o pérdida no es relevante para el orden jurídico.

En tal sentido, el deber de diligencia es adecuado a un modelo de conducta a seguir, que nuestra doctrina ha establecido en el llamado ‘buen hombre de negocios’; diferenciándose así del ‘standard’ jurídico del ‘buen padre de familia’, utilizado en el ámbito civilista.

El factor ‘riesgo agravado’ que se encuentra en la actividad comercial es lo que distingue al ‘buen hombre de negocios’ del ‘buen pater familiae’.

De esta forma, el hombre común representado por el ‘pater familiae’ no actúa y no debe actuar en un mercado de riesgo agravado, sino que por el contrario, es un deber de prudencia del hombre común el evitar los riesgos agravados.

La noción de ‘buen hombre de negocios’ establece una auténtica responsabilidad profesional ya que implica capacidad técnica, experiencia y conocimientos...”.

Desde esta óptica, los administradores societarios son profesionales pues son expertos en tanto y en cuanto se supone que conocen y poseen la experiencia, la idoneidad y la solvencia técnica necesarias para el cumplimiento y el desarrollo del objeto de la sociedad administrada.

La actuación diligente del directivo de la sociedad no será juzgada, entonces, conforme a la previsibilidad y a la pericia del hombre común.

Por el contrario, lo será con respecto a la de un hombre de negocios medio con todas sus implicancias.

* Fuente: Código Civil y Comercial de la Nación comentado / Gustavo Caramelo ; Sebastián Picasso ; Marisa Herrera - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Infojus, Sistema Argentino de Información Jurídica, 2015.


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